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ISSN 1989-4163

NUMERO 78 - DICIEMBRE 2016

Su Único Enemigo

Javier Neila

Martín  espera con paciencia. Su vida entera ha sido una espera, pero para él, eso no es algo negativo. Solo es requisito para que las cosas sucedan cuando tienen que suceder. No antes ni después. El tren que mira aproximarse desde hace minutos, se acerca y se para con suavidad, entre vapores y rechinar de hierros… Saluda al maquinista y baja el gran brazo del depósito de agua, para llenar la caldera de la locomotora. Lo hace todos los días, seis veces al menos. Y poco más. A veces algún viajero va o viene. O las dos cosas. Pero la mayor parte del tiempo la pasa solo, repasando los recuerdos del tiempo que pasó con Ana, en la soledad de la vieja estación que compartieron juntos hasta no hace mucho.

Siempre le ha rodeado el mismo paisaje, desde que su memoria le trae recuerdos. Al principio, de niño, cuando vivía con sus padres en la casa anexa a la estación que se construyó junto al depósito de agua, y que primero fue de su padre, y después suya; ambos como jefes de estación. Luego de adulto, cuando a los veinte años, tras terminar el servicio militar en Melilla, empezó a trabajar, a cumplir con sus obligaciones, a hacer lo que de él se esperaba.

Por eso está acostumbrado a esos tiempos muertos. Es para lo que ha nacido. Lo que le gusta hacer. Consulta su reloj de bolsillo, el que le dio su padre en el lecho de muerte –su actual cama- y pone en hora el de la estación. Lo pone en hora aunque no le haga falta. Siempre tiene que mover el minutero… aunque lo deje luego donde estaba. No sabe por qué lo hace, ni se lo plantea, pero es esa su bendita rutina; y la estación, su zona de confort. Su Hogar y su Santuario.

Sus dominios se extienden hasta donde alcanza la vista; a la derecha con el recio puente que sobrevuela el río Andarax, donde su padre le amarraba una cuerda por la cintura, de zagal, para poder bañarse sin que se lo llevase la corriente, como pasó alguna vez con algún niño del pueblo. Río que, desde su habitación, recorre toda su visión frontal, hasta desaparecer por el desfiladero, entre resecas y abruptas rocas, en dirección al Golfo de Almería.

 Así, Martín se anticipa a todo y a todos, para que se cumplan los horarios, para que los trenes vayan y vengan, para que las personas lleguen a sus destinos, hiele o nieve, o haga un sol de justicia, o esté él enfermo o agotado. O enterrando a su mujer. Porque se levanta a diario, sin excepción, desde hace veinte años, con tiempo suficiente para atender el expreso de las 5:53. La cafetera silba primero, y tras la tostada con ajo y aceite, silba el tren acercándose. Nunca se aleja de la estación, porque desde que enviudó, es su vida. Sin embargo  jamás se arrepiente de su suerte, porque pocos tienen la fortuna de disfrutar de su trabajo tanto como él lo hace. Conoce cada máquina, cada modelo, cada motor, solo con oírlo. Reconoce sin asomarse si es un tren largo o corto, si está o no cargado, y si viene bien de agua o hay que llenarle la caldera hasta las trancas... Ahora dicen que hay una guerra, una guerra civil, pero a él le da igual. Ni entiende ni quiere entender de políticas, ni de reyes o repúblicas… No tiene más dueño que el reloj y el pitido de los trenes que se acercan. Desde la oficina del Jefe de estación, en el piso de arriba, lo observa todo, su pequeño mundo, sintiéndose como el Capitán Pirata de Espronceda, cuando canta alegre en su popa. Y como si de él se tratara, ve que su mundo empieza a un lado, subiendo la colina por donde aparecen las humeantes chimeneas, y se acaba al otro, junto al río, en su orilla. Y a su frente, no es Estambul, sino Santa Fe de Mondújar, la que descansa tranquila a sus pies.  Y entonces recuerda que hubo una época, hace mucho tiempo, en que llegó a pensar que la vida era algo más que esperar; pero ya se ha dado cuenta, resignado, que estaba equivocado.

Hoy sin embargo las cosas están siendo distintas. A deshora ha llegado un tren con vagones rebosantes de soldados, con frases y siglas escritas en tiza sobre la chapa, que no termina de entender; y con banderas enganchadas que ondean por todos lados. Los soldados beben en botas de vino y cantan canciones que justifican su causa… Son ruidosos y groseros, y a Martín eso le incomoda. Encima de los vagones van sentados algunos armados hasta los dientes, que le miran desafiantes -dale un arma a un humilde y lo convertirás en un soberbio, que decía su padre- y en la parte trasera del convoy van enganchadas dos góndolas con carros de combate y piezas de artillería, y una pequeña plataforma con sacos terreros y varios nidos de ametralladora al final. La mayoría llevan cascos grises que brillan al sol, y alpargatas blancas de esparto con polainas que les cubren hasta la pantorrilla. Martin no sabe lo que pasa, pero no le gusta, y aprieta la castaña que siempre lleva en el bolsillo, porque cuando se quiere dar cuenta, ya está apretando otra vez los dientes, inconscientemente, hasta hacerse daño. De pequeño su abuela -de la que heredó el hábito de apretar los dientes cuando algo le pone nervioso-, le contó que las castañas quitaban el dolor de muelas; y desde entonces lleva una siempre encima, por lo que pueda pasar. Piensa que desde hace muchos años, solo ha necesitado de la castaña cuando murió Ana, y las veces en que algún tren no ha llegado a su hora.

Después todo pasa muy rápido. Un capitán de infantería entra en su oficina y le dice con desprecio que la estación es un nudo estratégico de vital importancia, y que pasa a estar bajo la autoridad militar de la zona. Y que puede elegir entre marcharse o el paredón de fusilamiento. El joven militar, con la gorra de plato exageradamente ladeada, se ríe mientras fuma, sentándose sobre la mesa y dándole la espalda mientras curiosea la foto que de Ana hay junto al teléfono. Martín nunca ha sentido odio hacia nadie, hasta justo ese momento. Jamás. Es un sentimiento muy intenso, y tan nuevo que le asusta. Aprieta los dientes y la castaña, y se fija en la pistola que desgarbadamente cuelga del cinto del oficial, con la funda abierta, a centímetros de él. Es igual a la que usó durante su servicio militar, una Astra 400, del 9 largo, y recuerda perfectamente cómo funciona. Mientras todo eso pasa por su cabeza, aquel hombre pasa los dedos por la boca del retrato de la única mujer que Martín ha amado en su vida. La sien le late al ritmo del corazón cuando decide coger el arma y volarle la cabeza a ese mal nacido, porque ya no le importa su suerte, ni su vida, y porque ya no hay más que le puedan arrebatar, ni nada más allá de su estación y de los recuerdos que le quedan de su mujer. No va a consentir que le quiten su hogar, su santuario, su vida y su rutina, unos desconocidos niñatos maleducados que juegan a ser soldados, sin antes vender cara su piel. Y para morir en otro lado, prefiere morir defendiendo lo único que conoce. Su mundo.

Es justo en ese momento cuando entra un sargento.

-Mi capitán, el enemigo ha roto el frente y hay que salir de aquí, cagando leches.

El capitán, sin volverse, suelta el retrato que se estampa contra el suelo, rompiéndose el cristal, y sale del despacho rápidamente precediendo al sargento.

Justo antes de desaparecer por las escaleras, le grita:

-Por esta vez te escapas, ferroviario.

Martin, con el portarretrato en la mano, observa desde su despacho como el convoy se aleja; ya nadie canta; ahora van serios y en silencio… Se escuchan explosiones a su izquierda, en la lejanía, mientras por la derecha el único enemigo que ha conocido en su vida se aleja para siempre, con un rastro de humo en el horizonte.  Al menos hoy, Martin dormirá en su cama, y mañana despertará en su mundo, al que pertenece, el único en el que se siente seguro.

Su único enemigo

 

 

 

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